En un mundo de afectos tibios, de suavidades y amarguras (con Alba Capitán) 2022
En un mundo de afectos tibios, de suavidades y amarguras
Fotografías: Marisa Mancilla y Marta Cruz
TEXTO DE HODEI HERREROS
La palabra imitación está emparentada con imago que significa imagen, retrato o representación. Imitar algo es, entonces, hacer su imagen. Me pregunto por qué pensamos que esa mesa no es de madera o por qué nos importa tanto si lo es o no. Dice Didi-Huberman que “la imagen arde en su contacto con lo real” (2007, p. 1). La imagen “es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar” (Didi-Huberman, 2007, p. 9)1. En un incendio lo único real es el fuego, el resto de la materia se consume una vez tocada por las llamas. Del mismo modo se transforma la realidad al entrar en relación con las imágenes, hasta que solo queda el fuego, luego las ascuas, las cenizas y por último, de nuevo la imagen.
La mesa es de madera en tanto que su imagen es madera. Ese es su presente. El resto forma parte de una realidad y de un tiempo distintos, previos al incendio, ya inexistentes.
La imagen es también una envoltura. Algo a medio camino entre la cosa y la palabra. Una superficie informe y cambiante que no sabe si imita a lo que cubre o lo cubierto la imita a ella. Como la broza de una hoguera, el lecho de un río o un manto de piel sobre la piel. Un intermediario entre la cosa y el mundo. Es curioso que la mayoría de adjetivos que hacen referencia a la superficie, a la envoltura, a la imagen, tengan cierto cariz negativo o irreal: superficial, imaginario, aparente, frívolo, maquillado, revestido... ¿Es la imagen un engaño frente a la realidad representada o la realidad una representación de la imagen?
También es curioso observar cómo estos adjetivos se asocian a lo que culturalmente entendemos como femenino. Cuando Benjamin habla de “desmaquillar lo real” pareciera que existe una verdad, una esencia, que es enmascarada por la imagen, una imagen que está hecha de una materia distinta de esa esencia. No es inocente este uso del concepto “maquillaje”, íntimamente ligado a las mujeres y las disidencias sexo-genéricas, como sinónimo de falsedad y frivolidad. Por el contrario, podríamos pensar que el maquillaje no es un engaño sino un modo de significar lo real, aquello que no tenía nombre ni forma y, por lo tanto, tampoco esencia. La mesa no era una mesa antes de ser envuelta por la madera. Su superficie y contornos se definen tocados por su imagen. La imagen quizás no sirve para ocultar sino para hacer visibles las formas.
Herculine Barbin (1838-1868), conocida también como Alexina B. y Abel Barbin, fue catalogada, tras un examen médico, como hombre. Antes de eso vivía como mujer “En un mundo de afectos tibios, de suavidades y amarguras” (Foucault, 1985, p. 17)2. Un limbo donde las formas y las imágenes femeninas se desdibujaban, desbordando sus contornos. La ciencia moderna, patriarcal, no podía aceptar la indeterminación de la esencia. O se es una cosa o la contraria. Herculine fue examinada en una cama, que no es otra cosa que una mesa corporal. Una mesa que negaba el poder de las imágenes al tiempo que las construía alrededor del cuerpo de Herculine. Un incendio insoportable de aguantar. Michel Foucault, quien recopiló sus memorias, tampoco creía en la inocencia de las mesas. Una mesa “funciona como un dispositivo de orden, que permite al pensamiento llevar a cabo un ordenamiento de los seres, una repartición en clases, un agrupamiento nominal por el cual se designan sus semejanzas y sus diferencias” (Foucault, 2002, p. 19)3. No es de extrañar, por tanto, que Sara Ahmed recurra a la mesa como objeto introductorio a su fenomenología queer. Ahora la mesa es “eso que entra en contacto con el cuerpo” (Ahmed, 2019, p. 15)4, un elemento de orientación, una fábrica de cuerpos, de sexos, de géneros y de identidades. Lo que se fabrica no tiene esencias, es pura imagen, un artificio. Un monstruo. Y adjudicar lo monstruoso ha sido patrimonio histórico de la misoginia.
Creo que el género, igual que el sexo, se construye como una imagen. Con ella se cubren los cuerpos, se indumentan, se significan, se crean sus siluetas y contornos; sus formas y sus límites. Igual que la vestimenta, la imagen generizada envuelve el cuerpo. Pensar el género binario como una cuestión estética no le quita su carácter político, todo lo contrario. El error está en creer que el ámbito esté- tico -entendiendo estética como aquello en relación con la imagen- no es político ni material. Las imágenes tocan lo real en un incendio. Tragan y arañan. Pueden ejercer violencia, clavarse en la carne como puntas de flecha, hacerse cosa y envolver el cuerpo como una camisa de fuerza; pero también pueden liberar. Leer un cuerpo como masculino o como femenino es una cuestión de imágenes, no de esencias, y como todo lo que tiene que ver con la imagen no es inmanente ni dicotómico, es susceptible de ser transformado. Igual que la mesa. Solo hay que buscar una esquina arañada por un gato, donde las imágenes aún no han ardido del todo y pueden despegarse, doblarse, transformarse, hacerse oblicuas. Permitiendo el nacimiento de nuevas realidades, de espacios intermedios, de aristas, junturas y pliegues que desdoblen no solo la cosa y la imagen sino también la mirada con que se ven.
¡Hagamos mesas queer para construir nuestros cuerpos! Una inmensa factoría de imágenes ambiguas y desterradas. Que no sepan saber sino escuchar. Que den voz a lxs monstruos.
Alba, ¿quieres ser la voz de Herculine?
2 Foucault, M. (1985). Herculine Barbin, llamada Alexina B. Editorial Revolución.
3 Foucault, M. (2002). The Order of Things: An Archeology of the Human Sciences. Traducido por Robert Hurley, Routledge. [trad. cast.: Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI, 2014].
4 Ahmed, S. (2019). Fenomenología Queer: Orientaciones, objetos, otros. Edicions Bellaterra.
TEXTO DE ALBA CAPITÁN
«Ofender todo lo que exista para desautomatizar la percepción»1
Hubo un primer indicio, un punto de partida, como un minúsculo despunte en que nos encontrábamos -Me encontraba- cercada y extendida en un claro del bosque:
Indefinida
Desposeída
Des – anclada
Descarnada
Despedazada
Eternamente abierta a
Yo aún no era yo. No había explotado en yo2. Éramos libres.
La posibilidad siempre termina cobrando forma y limitándose, el vergel de posibilidades acaba por habitar un cuerpo, que humano o no, será revestido, maquetado, reblandecido, privado de la trascendencia, siempre dispuestas al servicio de algo más grande, donde se nos ha vetado de la luz, donde casi dejamos de existir y comenzamos a anhelar nuestra no- forma primitiva.
Nos van a colocar en una mesa. Abiertas. Extendidas (Otra vez). Se va a dibujar sobre nuestro cuerpo la linea imaginaria de la futura autopsia. Ni hemos pronunciado palabra y ya estamos muertas, sentenciadas de antemano. Abiertas con la amplitud de un abanico, fragmentadas en diversas partes y finalmente heridas como Pentesilea cuando se derrumba después de ser atravesada por Aquiles y cae su cuerpo fibroso luminiscente sobre el polvo para retornar a lo infinito. Así es como se produce la herida: Por extender nuestros cuerpos, forzosamente veraces, eternamente desparramados sobre la superficie que se nos clava en la carne y que nos da forma retorciéndonos, haciéndonos adoptar figuras insospechadas. Así es como se nos concibe, antes de eso ni siquiera habíamos nacido. La mesa siempre deforma la evidencia, ajusta nuestra magnitud incalculable a su tamaño, constantemente limitado por la mediocridad de la concepción de las formas humanas.
Pero ocurre que estábamos allá arriba y cuando una se encuentra expuesta puede pensar también de manera más libre. Estoy expuesta y mi cuerpo está desnudo. No hay modo en que puedas dañarme.
¿Acaso no me ves?
Yo era la manzana podrida.
La zurda.
La del útero invertido.
Nos situábamos en la cúspide sujetándonos muy fuertemente de las manos duras y despegadas, podíamos acordarnos de otras cosas, desde los márgenes de la madera llena de filos que reviste los cuerpos nos abrazamos y volvemos a cuando corríamos- Más bien volábamos a una velocidad inaudita- por los páramos como yeguas salvajes desgenerizadas, libres de toda configuración porque aún no había cuerpo factible y todo escapaba al esoterismo de la conciencia y la comprensión. Lo único que teníamos era el amor en su forma primera y la posibilidad de ocupar algo más.
Nos vimos encadenadas en lo más alto, despojadas de nuestra verdad, todas las miradas nos pertenecían y nadie quiere hacerse cargo de lidiar con la mirada examinadora que viola y que despoja. Otra vez volvía a no tener nada. No teníamos nada. Encontrarse desposeída sólo es agradable cuando estás en lo más profundo del meollo de la luz.
Habrá tal vez que anular todas las superficies. Si nos agrupamos como un enjambre o un amasijo de células tumorales nacerá otra cosa. Se puede retozar en la mesa en lugar de estar permanentemente clavadas con alfileres que agujerean la carne tierna y morada. Se puede yacer - irrevocablemente vivas y sagaces- revolcarnos, dar vueltas de campana, comer con las manos y desde las manos. Estamos llenas de alimento. Todo nuestro cuerpo es el jardín de las posibilidades, la eternidad de la fuente. Se pueden realizar los actos más primarios desde la superficie que ya no es una tabla rígida, incluso traer la vida de vuelta.
Nuestro lecho se ha tornado ahora algo blando, membranoso, flexible al cuerpo, nos envuelve. Nadie nos mira y estamos desnudas y no hay nada en esa desnudez.
¿No veis que estamos ardiendo?3 Al fin liberadas de las formas para que se produzcan los fenómenos necesarios que nos harán darnos a luz a nosotras mismas. Se habrá parido una verdad ininteligible pero que al mismo tiempo no será necesario descifrar porque sencillamente es, sin bordes, ni alfileres o superficies endurecidas. Cuando la certeza lo inunde todo es posible que ni siquiera nos haga falta el cuerpo.
Estaremos comprendidas a medio camino entre la yegua y la amazona, el animal que corre y la sujeta que viaja encima, nos llamarán por nuestro nombre y no sabremos a qué responder. Pezuñas ardientes, tacto aterciopelado, un pecho rebosante de leche, una cicatriz inmensa que parte nuestra forma y la divide en dos. Múltiples y absolutamente solitarias.
No volveremos a ser libres pero podemos resbalarnos momentáneamente. Salirnos de esta vida, fugarnos a la historia. Ya nadie volverá a tocarnos como tocaba el médico el cuerpo de Herculine, como únicamente se toca a las que están muertas. Devenimos inclasificables, imposibles de concebir, de nombrar. Repentinamente, vuelvo a estar fuera y ya no percibo la mirada. Han caído presos de sus propias formas prefabricadas, de la tiranía y el horror de su vida predeterminada.
Estamos fuera. Siempre permanecimos externas, aún abiertas pero sin superficie que nos respalde. Tenemos la luz y el cuerpo del animal puro, el de la yegua sedienta y descansada. Tenemos la vida. Esta vez es de verdad, casi puedo tocarla.
No podrás desearme o hablarme como se habla y se desea a las muertas: Desde la distancia y el silencio.
Devenimos:
Indefinidas.
Nuevamente desposeídas (Sólo tenemos la carne).
Des- ancladas (Habitamos un lugar escondido, que es y no al mismo tiempo, un no- lugar).
Siempre abiertas y extendidas.
Irreverentemente vivas.
2 Cixous, H. (1995). La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura femenina.
3 Didi-Huberman, G., Chéroux, C., Arnaldo, J., Santamaría, A., & Bértolo, I. (2018). Cuando las imágenes tocan lo real. Madrid: Círculo de Bellas Artes.